miércoles, 20 de mayo de 2015

el cruce

Nací y viví hasta los 3 años a pocos metros del cruce de las rutas 8 y 33. Dicho esto, es posible que pueda leerse metafóricamente, pero debería leerse literalmente. Estábamos a unos 300 metros del lugar en cuestión, y eso es poca distancia, aun teniendo en cuenta que para un niño de 2 años, 300 metros es muchísimos pasos, digamos, como para poder compararlo ahora mismo, lo que para un adulto debe ser una distancia de 1 kilómetro, sin tener en cuenta que no solo hay una cuestión de distancia sino de inmensidad que no puede ser comparada, es decir, no habría posibilidad de parangonar lo que es un árbol para un niño con algo que lo sea para un adulto, que no sea una montaña.
Esto no afectaría otra percepción que un niño puede tener pero no podría ser comparada con la de un adulto, y me referiré, por ejemplo, a la peligrosidad que comportaba esta topografía. Se trata de un cruce de rutas muy transitadas, en el que hubo, en aquella época y casi como un estallido, muchos accidentes mortales. Claro, si la cantidad de automóviles crece, la probabilidad de que estos se encuentren en el cruce crece también. Por eso, y antes de hacer la gigantesca rotonda que hay hoy, cuyas obras comenzaron cuando ya vivíamos bastantes metros más adentro de la ciudad y yo contaba unos 6 años, le metieron una virgencita al cruce, un monumento que bendecía el viaje y velaba por los viajeros. Probablemente haya descendido por un tiempo la cantidad de accidentes de tránsito, como un efecto de la consciencia de que alguien estaba observando. Para los creyentes, digamos, fue un motivo para bajar la velocidad. La virgencita hizo esos milagros y otros más, como por ejemplo lograr que vaya gente a visitarla, a dejarle flores y a rezar. De repente el cruce se transformó en uno de los parajes más codiciados, un lugar de encuentro en el que no había que pagar, y del que no te podían echar, porque… qué podría tener de malo ir a visitar a la virgencita. Empezó a ponerse concurrida la zona, del otro lado de la ruta remodelaron la abandonada estación de servicio en la que paraban los camioneros, y pusieron otra estación enfrente, y atrás de la otra un prostíbulo. El efecto habitacional que trajo el posicionamiento de la virgen y la exposición del peligro del cruce fueron haciendo crecer la zona que se convirtió en un barrio más de la ciudad, alejado del centro, pero habitado y con centro comercial. Un barrio humilde, pero honesto, de gente trabajadora, un barrio como el que toda virgen le gustaría habitar. El suceso fue tal que la gente del centro empezó a frecuentar las banquinas de la ruta 33, que son amplias y verdes, en los domingos soleados de otoño y primavera. Se empezaron a ver familias que cocinaban sus asados debajo de los árboles a la vera de la 33, a una distancia prudencial como para no exponerse al peligro de los automóviles que viajaban a alta velocidad, pero con la posibilidad de verlos pasar. Esto era lo notable: cuando colocaban las sillas en el cesped, no lo hacían mirando al campo sino mirando a la ruta. Claramente, se trataba de un espectáculo. “Ahí pasa un renault amarillo, qué lindo. ahi viene un peugeot azul, como el que se compró carlitos el marido de la modista que trabaja en la fábrica de puertas”. Un show.
Siempre me pregunté por esa gente, al costado de la ruta. Y nunca me detuve a preguntarles cómo están, qué miran, qué ven. Quizás están mirando solamente el atardecer de un nuevo día que es lo mismo que mirar el amanecer de la noche. Otra deuda que uno tiene con el mundo.

martes, 12 de mayo de 2015

el viaje

Es la ruta que va uniendo, disimuladamente, ciudades habitadas por fantasmas. La ruta es transitada, esta es la referencia económica de su significado: el asfalto facilita ese tránsito. No hay escollos que interrumpan el modesto fluir: desde Bahia Blanca, son curvas amables, dóciles, como de un caballo viejo y manso que quiere seguir trotando y acompañando a su dueño. En la fila del horizonte se ven las sierras de la ventana, y solamente el mito de la llanura se interrumpe, digamos a 100 km del inicio del recorrido, con algunas lomadas que anuncian otra geografía en otro recorrido, en otro punto cardinal. Una rotonda hace culminar la deducción: superamos la sierra desde la llanura, sabemos que en esa dirección está el mar y las vacaciones.
Pero no todo fue siempre vacaciones en esas playas. Pero tampoco podemos pensar que siempre haya estado la ruta. Está siempre, hacia el oeste, y hacia el norte y hacia el este, mientras vamos dejando el sur a nuestras espaldas, el horizonte, el llano. Algunas lagunas con flamencos rosados que comienzan a pensar en la migración, el esplendor de otras épocas en los poblados, la pampa seca, habitada también en una época por una extraña oleada inmigratoria de Europa.
La memoria del sendero se inscribe en muchas lenguas, incluso de raíces diferentes: la masa italo española no logró opacar la presencia prístina del anglosajón e incluso del celta, son las lenguas que trajeron el asfalto y la agricultura de exportación. Sin embargo persiste en la señalética la huella del habitante original de esos lugares.
La ruta 33 divide el terreno del indio y el territorio del huinca.


Insistimos: la ruta es transitada. Son camiones que van poblando y despoblando, trasladando la semilla de la planta, trasplantando lo que estuvo plantado. Pero al mismo tiempo, es recorrida. Los kilómetros se van haciendo en el tránsito, de manera obligada, de manera fatigada, y siempre con una activa y alegre participación de la vista. Quienes duermen en el viaje, no tienen la posibilidad de observar lo profundo, ni en esta ni en ninguna otra ruta del mundo. Para quien quiere observar, pareciera que dormir estuviera prohibido. Si el vehículo transita, la mirada entonces recorre: la mirada es contenedora, se sitúa en el vehículo, está posicionada desde él. Está en movimiento, y a la altura que el habitáculo da. Si es un automóvil, entonces la altura es variable y no tan amigable. De tratarse de un camión, la visión es mucho más profunda y aprovechable. Sobre todo en las primeras horas de la tarde, en las que el sol empieza a recostarse sobre el oeste, y al ser la ruta en su inicio de un recorrido marcadamente sur-norte, se estrella la luz y refulge sobre todas las cosas que están orientalizadas.
La mirada disfruta la luz y la contraluz, es posible que sea incandilada. Esa misma luz que explota a la vez que guía el recorrido, es la que por la noche se quiebra en la aparición espectral. Esta es una ruta poblada: hay camiones y fantasmas.


El lugar ideal de lo fantasmático no es la casa, sino la ruta. Las historias de apariciones son mucho más jugosas e incluso numerosas en los lugares de paso que en los lugares de estancia. La necesidad de saber más de esa aparición está en el origen de las historias populares de todas las sociedades del planeta. Aparece el fantasma, empieza la historia.
El fantasma está en el lugar, pero sobre todo está en la visión: no todos logran ver. Por ejemplo, entre las cosas que no ve el que duerme, está el horror de la aparición.

También hay algo que mira y es mirado: imposible escapar en enero a la visión de la sesión de hipnosis del campo de girasol: las cabezas apuntando como un ejército de aceite, todos hacia un mismo lado, quintales y quintales, extensas extensiones de miles de hectareas de plantas de girasol, todas mirando hacia un mismo poniente. Dan ganas de detenerse a extrangular uno a uno esos seres del color del sol. La antropomorfia del girasol nos presenta el dilema: ¿es acaso arrancar un girasol algo que se traduciría en instinto asesino?


La ruta es transitada, y es recorrida. Pero sobre todo es atravesada.
Pero qué lo que lo atraviesa? acaso no es la misma ruta la que atraviesa?
Se puede decir que atraviesa y es atravesada, es motor y es movimiento. La consecusión de su camino, el asfalto, se plantea en la contradicción.
Atraviesa una pampa (dos pampas), como otras rutas atraviesan cadenas montañosas, o bosques, o infiernos y purgatorios. No hay paraísos ni en el principio ni en el medio ni en el final de la 33. La ruta atraviesa la riqueza productora de un país, lo que moviliza gran parte de su economía. Y al mismo tiempo es atravesada por lo que la recorre: la luz, el hombre.


Estamos locos de llanura: no poder comprender la propia geografía es no querer asumir el propio relieve. No tiene mal la llanura, al contrario: el llano habla mucho del viento. El viento no solo sabe hablar del mar y de las velas, de los viajes de los piratas y los conquistadores. El viento hace la música cuando silba sobre lo sólido: la caña, el cañaveral, la cañada.

Son pequeños arroyuelos que atraviesan el llano, llevan agua semiestancada. Acumulan agua, y reformulan la arcillocidad de la tierra. Porque esta tierra, fértil de por sí, permeable y de grandes posibilidades de cultivo, está tan organizada, tan lógicamente pensada, que describe en algún modo el modo en que sería el pensamiento de Dios, si fuera que se hubiese puesto un dios a pensar en estas cosas.