Nací y viví hasta
los 3 años a pocos metros del cruce de las rutas 8 y 33. Dicho esto, es
posible que pueda leerse metafóricamente, pero debería leerse
literalmente. Estábamos a unos 300 metros del lugar en cuestión, y eso
es poca distancia, aun teniendo en cuenta que para un niño de 2 años,
300 metros es muchísimos pasos, digamos, como para poder compararlo
ahora mismo, lo que para un adulto debe ser una distancia de 1
kilómetro, sin tener en cuenta que no solo hay una cuestión de distancia
sino de inmensidad que no puede ser comparada, es decir, no habría
posibilidad de parangonar lo que es un árbol para un niño con algo que
lo sea para un adulto, que no sea una montaña.
Esto no afectaría otra percepción que un niño puede tener pero no podría ser comparada con la de un adulto, y me referiré, por ejemplo, a la peligrosidad que comportaba esta topografía. Se trata de un cruce de rutas muy transitadas, en el que hubo, en aquella época y casi como un estallido, muchos accidentes mortales. Claro, si la cantidad de automóviles crece, la probabilidad de que estos se encuentren en el cruce crece también. Por eso, y antes de hacer la gigantesca rotonda que hay hoy, cuyas obras comenzaron cuando ya vivíamos bastantes metros más adentro de la ciudad y yo contaba unos 6 años, le metieron una virgencita al cruce, un monumento que bendecía el viaje y velaba por los viajeros. Probablemente haya descendido por un tiempo la cantidad de accidentes de tránsito, como un efecto de la consciencia de que alguien estaba observando. Para los creyentes, digamos, fue un motivo para bajar la velocidad. La virgencita hizo esos milagros y otros más, como por ejemplo lograr que vaya gente a visitarla, a dejarle flores y a rezar. De repente el cruce se transformó en uno de los parajes más codiciados, un lugar de encuentro en el que no había que pagar, y del que no te podían echar, porque… qué podría tener de malo ir a visitar a la virgencita. Empezó a ponerse concurrida la zona, del otro lado de la ruta remodelaron la abandonada estación de servicio en la que paraban los camioneros, y pusieron otra estación enfrente, y atrás de la otra un prostíbulo. El efecto habitacional que trajo el posicionamiento de la virgen y la exposición del peligro del cruce fueron haciendo crecer la zona que se convirtió en un barrio más de la ciudad, alejado del centro, pero habitado y con centro comercial. Un barrio humilde, pero honesto, de gente trabajadora, un barrio como el que toda virgen le gustaría habitar. El suceso fue tal que la gente del centro empezó a frecuentar las banquinas de la ruta 33, que son amplias y verdes, en los domingos soleados de otoño y primavera. Se empezaron a ver familias que cocinaban sus asados debajo de los árboles a la vera de la 33, a una distancia prudencial como para no exponerse al peligro de los automóviles que viajaban a alta velocidad, pero con la posibilidad de verlos pasar. Esto era lo notable: cuando colocaban las sillas en el cesped, no lo hacían mirando al campo sino mirando a la ruta. Claramente, se trataba de un espectáculo. “Ahí pasa un renault amarillo, qué lindo. ahi viene un peugeot azul, como el que se compró carlitos el marido de la modista que trabaja en la fábrica de puertas”. Un show.
Esto no afectaría otra percepción que un niño puede tener pero no podría ser comparada con la de un adulto, y me referiré, por ejemplo, a la peligrosidad que comportaba esta topografía. Se trata de un cruce de rutas muy transitadas, en el que hubo, en aquella época y casi como un estallido, muchos accidentes mortales. Claro, si la cantidad de automóviles crece, la probabilidad de que estos se encuentren en el cruce crece también. Por eso, y antes de hacer la gigantesca rotonda que hay hoy, cuyas obras comenzaron cuando ya vivíamos bastantes metros más adentro de la ciudad y yo contaba unos 6 años, le metieron una virgencita al cruce, un monumento que bendecía el viaje y velaba por los viajeros. Probablemente haya descendido por un tiempo la cantidad de accidentes de tránsito, como un efecto de la consciencia de que alguien estaba observando. Para los creyentes, digamos, fue un motivo para bajar la velocidad. La virgencita hizo esos milagros y otros más, como por ejemplo lograr que vaya gente a visitarla, a dejarle flores y a rezar. De repente el cruce se transformó en uno de los parajes más codiciados, un lugar de encuentro en el que no había que pagar, y del que no te podían echar, porque… qué podría tener de malo ir a visitar a la virgencita. Empezó a ponerse concurrida la zona, del otro lado de la ruta remodelaron la abandonada estación de servicio en la que paraban los camioneros, y pusieron otra estación enfrente, y atrás de la otra un prostíbulo. El efecto habitacional que trajo el posicionamiento de la virgen y la exposición del peligro del cruce fueron haciendo crecer la zona que se convirtió en un barrio más de la ciudad, alejado del centro, pero habitado y con centro comercial. Un barrio humilde, pero honesto, de gente trabajadora, un barrio como el que toda virgen le gustaría habitar. El suceso fue tal que la gente del centro empezó a frecuentar las banquinas de la ruta 33, que son amplias y verdes, en los domingos soleados de otoño y primavera. Se empezaron a ver familias que cocinaban sus asados debajo de los árboles a la vera de la 33, a una distancia prudencial como para no exponerse al peligro de los automóviles que viajaban a alta velocidad, pero con la posibilidad de verlos pasar. Esto era lo notable: cuando colocaban las sillas en el cesped, no lo hacían mirando al campo sino mirando a la ruta. Claramente, se trataba de un espectáculo. “Ahí pasa un renault amarillo, qué lindo. ahi viene un peugeot azul, como el que se compró carlitos el marido de la modista que trabaja en la fábrica de puertas”. Un show.
Siempre
me pregunté por esa gente, al costado de la ruta. Y nunca me detuve a
preguntarles cómo están, qué miran, qué ven. Quizás están mirando
solamente el atardecer de un nuevo día que es lo mismo que mirar el
amanecer de la noche. Otra deuda que uno tiene con el mundo.