viernes, 25 de septiembre de 2015
Venado Tuerto, por Marcelo Scalona
Difícil no soñar con Rimbaud
yendo a Venado
por el taller de escritura.
El sueño del viaje, difícil
no ver el mar en las espigas
en algún parador de la ruta
a Pereda, Tesalio, La Knicks
haciendo dedo
ayudando a terminar la saga
de los hermosos perdedores.
.
Difícil no recordar en Sanford
a mi madre enferma, inundada
en San Genaro, en 1935
sin tierra ni techo, a los seis años
huérfana del padre
siete hermanos
me dijo: -Nene, ese taller
te va a dar de comer un día.
.
¿Cómo no sucumbir
a la tentación de ser otro?
De no regresar o mejor aún
de perderse, con alguien.
Lo de siempre en la preparación del viaje:
libros, discos, frazada
pan y fantasía
vino, combustible
la muda de ropa.
.
Todos los viajes prefiguran
el último, la victoria:
desaparecer como irse
demorarse en otra cosa.
.
.
25-09-2015………………………Marce
lunes, 15 de junio de 2015
Yo quiero ver un tren
Por Ricardo Guiamet
publicado en diario La Capital Domingo, 14 de junio de 2015
“Siento que perdí mi alma en México, dijo la hija; como si la hubiese vendido al diablo”
Ahora, dos horas más tarde, el padre se enfrentaba al arduo esfuerzo de recobrar junto a la hija la emoción perdida durante la residencia universitaria. En ese afán la había conducido por barrios del Gran Rosario, en aguardo de que una visión cosmopolita de la ciudad donde ambos habían nacido reparara el alma de la joven.
Había conducido el auto por el oeste, barrio Urquiza, barrio Tango, los difusos límites entre barrio Azcuénaga y barrio Belgrano. Luego tomaron Rivarola, se sumergieron en el túnel bajo la Circunvalación y tras el cruce emergieron en la remodelación que había transformado la callecita en una avenida con cuatro carriles y cantero al medio. La placita de Rivarola y Fader, de la que ninguno de los dos sabía que se llamaba Rodolfo Rivarola, lucía diferente: sus casas centenarias se asomaban a la nueva vorágine del tránsito: tanto padre como hija pensaron el previsible comentario: ese lugar sería el culo del mundo en la época de la construcción de esas viviendas, un paraje casi rural. Ninguno de los dos lo dijo.
Luego, al doblar por el camino límite, el padre le explicó: “Ves, esta vereda es Rosario, la de enfrente Pérez”. Dobló por El Jilguero, la hilera de comercios les indicó claramente que Cabín 9 empujaba con su población y estrechaba las calles, justificaba por sí mismo la nueva avenida.
Frenaron en la feria de Cabín 9, aunque no bajaron del auto. Ambos habían escuchado hablar de esa feria, pero un temor irracional acentuado por la vejez hacía que el hombre no deseara perderse por los pasillos que, entre carpas y puestos al lado de la vía del ferrocarril, él considerara un paseo inseguro. Sin embargo, hipnótica, la sensación de vitalidad, entusiasmo y dinamismo de los paseantes y feriantes comenzó a despertar el alma adormecida.
Siguieron hacia Pérez por el camino que bordea el ferrocarril. En la radio una voz comenzaba a clamar, demandar, implorar por ver un tren. El padre, ignorando que la voz de Spinetta no puede ser coreada por mortales, cantó sobre la canción, rogó a su vez por la visión de un tren.
En ese instante una imagen al sur los enlazó y produjo la detención del coche: una vieja locomotora arrastraba dos antiguos vagones de pasajeros. Los empleados de la pequeña formación vestían camisas obreras con cruces naranjas que los hacían fácilmente identificables. Eran los únicos que viajaban en los estribos de los vagones; en ese momento, mientras por enésima vez la voz de un soberbio inmortal rogaba porque lo llevaran a ver un tren, ellos dos, padre e hija, obtenían el milagro.
El silbato del tren sonó orgulloso varias veces en la breve arremetida final. El padre (el auto estacionado o acompañando en procesión lenta a la formación) soltó algunas lágrimas emocionado por la memoria de esos sonidos que anoticiaban, en su infancia rural, la llegada de la patria tres tardes por semana al pequeño pueblo. Su hija filmaba con el celular. “Pa —dijo—, recuperé la magia”, y abrazó fuerte a su padre, no como a un anciano agonizante o como si ella misma fuera aún una niña sino como una amiga, como la mujer joven que macheteaba los inicios de la adultez desmontándola de las malezas que siempre dificultan el paso por la vida.
Luego hicieron la cola, confundidos entre tantos orgullosos peresinos, para subir a una siguiente vuelta del tren. Uno de los ferroviarios les informó que la formación era restaurada por ellos en los talleres de Pérez, una épica que algún abombado podría haber definido de clasista. Les agregó que el coche en el que realizaron el mínimo viaje era de 1912, y que la locomotora La Emperatriz era la misma con la que el maquinista Savio había establecido el récord sudamericano de velocidad casi un siglo atrás. Toda esa información, más el paseo, acentuó la idea en ellos de un tiempo de calidad padre-hija recuperado, así como del alma vendida por la mujer joven.
Pero el hombre no se conformó y forzó más ese tiempo que parecía pródigo. Siguió conduciendo por la mítica 33 y llevó a su hija al parque Villarino. Ella no tenía recuerdos del lugar donde está Ciencias Agrarias de la UNR. Los recuerdos que tenía el padre de ese paseo boscoso que encantó a la mujer joven eran picnics de primavera en la primaria, a sus seis o siete años de edad. En uno de ellos se había perdido en el bosque por más de una hora. No tenía recuerdos de ese tiempo extraviado; solo que había regresado de lo umbrío de ese bosque que se le antojaba enorme más asustado, lastimado, no como si hubiese vendido su alma sino como si le hubiese sido despojada.
Pero nada de eso recordaba en ese momento. Salieron del parque, condujo por la AO12 hacia Ovidio Lagos, ya comenzaba a oscurecer. Se detuvieron unos minutos en el puente sobre el Saladillo. Un par de cuarentones pescaban. Ellos bajaron por la otra ribera, se arrimaron al curso de agua del que Darwin había dicho: “Antes de llegar a Rosario atravesamos el Saladillo, río de agua pura y transparente pero en exceso salada para que pueda ser bebida”. Estaba crecido.
Era el 15 de mayo de 2015. Ninguno de los dos podía recordarlo, pero veinte años antes, un día después de la reelección de un presidente, con cierto sinsabor de derrota en el padre por haber votado a Bordón; junto al mismo arroyo, pero a la altura de las cascaditas de Villa Mugueta, habían visto, asombrados, sin duda espantados, a una criatura no más grande que la ahora mujer, quien entonces tenía cinco años, flotar ya inane en el caudal de un Saladillo extremadamente desbordado. Se apuró en alejar a su hija de esa visión e ir a la pequeña población de extensa y tradicional comunidad croata, anoticiar del pequeño ahogado en procura de una ayuda tan imposible como tardía. En aquel momento, dos décadas atrás, el hombre irracionalmente creyó que esa visión auguraba un futuro negro para un país empecinado.
Ya de noche, al regresar a Rosario por una Ovidio Lagos remodelada, ambos sintieron que nada podía detener ese otro caudal, la ciudad, que con crecientes y sequías, con anegamientos que la aceleran y meandros que la lentifican, se empeña en extenderse, transformarse y mutarse, un colgajo de calles y construcciones entre dos precipicios tan soberbios como infinitos, la pampa y el cielo, aferrada con sus garras al río eterno que la nutre y custodia.
La hija, recuperada su alma, besó al padre al despedirse. Rosario permanecía allí, como si cada vida individual la salpicara pero no alcanzara a alterarla. Y sin embargo eso no era del todo verdad.
publicado en diario La Capital Domingo, 14 de junio de 2015
“Siento que perdí mi alma en México, dijo la hija; como si la hubiese vendido al diablo”
Ahora, dos horas más tarde, el padre se enfrentaba al arduo esfuerzo de recobrar junto a la hija la emoción perdida durante la residencia universitaria. En ese afán la había conducido por barrios del Gran Rosario, en aguardo de que una visión cosmopolita de la ciudad donde ambos habían nacido reparara el alma de la joven.
Había conducido el auto por el oeste, barrio Urquiza, barrio Tango, los difusos límites entre barrio Azcuénaga y barrio Belgrano. Luego tomaron Rivarola, se sumergieron en el túnel bajo la Circunvalación y tras el cruce emergieron en la remodelación que había transformado la callecita en una avenida con cuatro carriles y cantero al medio. La placita de Rivarola y Fader, de la que ninguno de los dos sabía que se llamaba Rodolfo Rivarola, lucía diferente: sus casas centenarias se asomaban a la nueva vorágine del tránsito: tanto padre como hija pensaron el previsible comentario: ese lugar sería el culo del mundo en la época de la construcción de esas viviendas, un paraje casi rural. Ninguno de los dos lo dijo.
Luego, al doblar por el camino límite, el padre le explicó: “Ves, esta vereda es Rosario, la de enfrente Pérez”. Dobló por El Jilguero, la hilera de comercios les indicó claramente que Cabín 9 empujaba con su población y estrechaba las calles, justificaba por sí mismo la nueva avenida.
Frenaron en la feria de Cabín 9, aunque no bajaron del auto. Ambos habían escuchado hablar de esa feria, pero un temor irracional acentuado por la vejez hacía que el hombre no deseara perderse por los pasillos que, entre carpas y puestos al lado de la vía del ferrocarril, él considerara un paseo inseguro. Sin embargo, hipnótica, la sensación de vitalidad, entusiasmo y dinamismo de los paseantes y feriantes comenzó a despertar el alma adormecida.
Siguieron hacia Pérez por el camino que bordea el ferrocarril. En la radio una voz comenzaba a clamar, demandar, implorar por ver un tren. El padre, ignorando que la voz de Spinetta no puede ser coreada por mortales, cantó sobre la canción, rogó a su vez por la visión de un tren.
En ese instante una imagen al sur los enlazó y produjo la detención del coche: una vieja locomotora arrastraba dos antiguos vagones de pasajeros. Los empleados de la pequeña formación vestían camisas obreras con cruces naranjas que los hacían fácilmente identificables. Eran los únicos que viajaban en los estribos de los vagones; en ese momento, mientras por enésima vez la voz de un soberbio inmortal rogaba porque lo llevaran a ver un tren, ellos dos, padre e hija, obtenían el milagro.
El silbato del tren sonó orgulloso varias veces en la breve arremetida final. El padre (el auto estacionado o acompañando en procesión lenta a la formación) soltó algunas lágrimas emocionado por la memoria de esos sonidos que anoticiaban, en su infancia rural, la llegada de la patria tres tardes por semana al pequeño pueblo. Su hija filmaba con el celular. “Pa —dijo—, recuperé la magia”, y abrazó fuerte a su padre, no como a un anciano agonizante o como si ella misma fuera aún una niña sino como una amiga, como la mujer joven que macheteaba los inicios de la adultez desmontándola de las malezas que siempre dificultan el paso por la vida.
Luego hicieron la cola, confundidos entre tantos orgullosos peresinos, para subir a una siguiente vuelta del tren. Uno de los ferroviarios les informó que la formación era restaurada por ellos en los talleres de Pérez, una épica que algún abombado podría haber definido de clasista. Les agregó que el coche en el que realizaron el mínimo viaje era de 1912, y que la locomotora La Emperatriz era la misma con la que el maquinista Savio había establecido el récord sudamericano de velocidad casi un siglo atrás. Toda esa información, más el paseo, acentuó la idea en ellos de un tiempo de calidad padre-hija recuperado, así como del alma vendida por la mujer joven.
Pero el hombre no se conformó y forzó más ese tiempo que parecía pródigo. Siguió conduciendo por la mítica 33 y llevó a su hija al parque Villarino. Ella no tenía recuerdos del lugar donde está Ciencias Agrarias de la UNR. Los recuerdos que tenía el padre de ese paseo boscoso que encantó a la mujer joven eran picnics de primavera en la primaria, a sus seis o siete años de edad. En uno de ellos se había perdido en el bosque por más de una hora. No tenía recuerdos de ese tiempo extraviado; solo que había regresado de lo umbrío de ese bosque que se le antojaba enorme más asustado, lastimado, no como si hubiese vendido su alma sino como si le hubiese sido despojada.
Pero nada de eso recordaba en ese momento. Salieron del parque, condujo por la AO12 hacia Ovidio Lagos, ya comenzaba a oscurecer. Se detuvieron unos minutos en el puente sobre el Saladillo. Un par de cuarentones pescaban. Ellos bajaron por la otra ribera, se arrimaron al curso de agua del que Darwin había dicho: “Antes de llegar a Rosario atravesamos el Saladillo, río de agua pura y transparente pero en exceso salada para que pueda ser bebida”. Estaba crecido.
Era el 15 de mayo de 2015. Ninguno de los dos podía recordarlo, pero veinte años antes, un día después de la reelección de un presidente, con cierto sinsabor de derrota en el padre por haber votado a Bordón; junto al mismo arroyo, pero a la altura de las cascaditas de Villa Mugueta, habían visto, asombrados, sin duda espantados, a una criatura no más grande que la ahora mujer, quien entonces tenía cinco años, flotar ya inane en el caudal de un Saladillo extremadamente desbordado. Se apuró en alejar a su hija de esa visión e ir a la pequeña población de extensa y tradicional comunidad croata, anoticiar del pequeño ahogado en procura de una ayuda tan imposible como tardía. En aquel momento, dos décadas atrás, el hombre irracionalmente creyó que esa visión auguraba un futuro negro para un país empecinado.
Ya de noche, al regresar a Rosario por una Ovidio Lagos remodelada, ambos sintieron que nada podía detener ese otro caudal, la ciudad, que con crecientes y sequías, con anegamientos que la aceleran y meandros que la lentifican, se empeña en extenderse, transformarse y mutarse, un colgajo de calles y construcciones entre dos precipicios tan soberbios como infinitos, la pampa y el cielo, aferrada con sus garras al río eterno que la nutre y custodia.
La hija, recuperada su alma, besó al padre al despedirse. Rosario permanecía allí, como si cada vida individual la salpicara pero no alcanzara a alterarla. Y sin embargo eso no era del todo verdad.
miércoles, 20 de mayo de 2015
el cruce
Nací y viví hasta
los 3 años a pocos metros del cruce de las rutas 8 y 33. Dicho esto, es
posible que pueda leerse metafóricamente, pero debería leerse
literalmente. Estábamos a unos 300 metros del lugar en cuestión, y eso
es poca distancia, aun teniendo en cuenta que para un niño de 2 años,
300 metros es muchísimos pasos, digamos, como para poder compararlo
ahora mismo, lo que para un adulto debe ser una distancia de 1
kilómetro, sin tener en cuenta que no solo hay una cuestión de distancia
sino de inmensidad que no puede ser comparada, es decir, no habría
posibilidad de parangonar lo que es un árbol para un niño con algo que
lo sea para un adulto, que no sea una montaña.
Esto no afectaría otra percepción que un niño puede tener pero no podría ser comparada con la de un adulto, y me referiré, por ejemplo, a la peligrosidad que comportaba esta topografía. Se trata de un cruce de rutas muy transitadas, en el que hubo, en aquella época y casi como un estallido, muchos accidentes mortales. Claro, si la cantidad de automóviles crece, la probabilidad de que estos se encuentren en el cruce crece también. Por eso, y antes de hacer la gigantesca rotonda que hay hoy, cuyas obras comenzaron cuando ya vivíamos bastantes metros más adentro de la ciudad y yo contaba unos 6 años, le metieron una virgencita al cruce, un monumento que bendecía el viaje y velaba por los viajeros. Probablemente haya descendido por un tiempo la cantidad de accidentes de tránsito, como un efecto de la consciencia de que alguien estaba observando. Para los creyentes, digamos, fue un motivo para bajar la velocidad. La virgencita hizo esos milagros y otros más, como por ejemplo lograr que vaya gente a visitarla, a dejarle flores y a rezar. De repente el cruce se transformó en uno de los parajes más codiciados, un lugar de encuentro en el que no había que pagar, y del que no te podían echar, porque… qué podría tener de malo ir a visitar a la virgencita. Empezó a ponerse concurrida la zona, del otro lado de la ruta remodelaron la abandonada estación de servicio en la que paraban los camioneros, y pusieron otra estación enfrente, y atrás de la otra un prostíbulo. El efecto habitacional que trajo el posicionamiento de la virgen y la exposición del peligro del cruce fueron haciendo crecer la zona que se convirtió en un barrio más de la ciudad, alejado del centro, pero habitado y con centro comercial. Un barrio humilde, pero honesto, de gente trabajadora, un barrio como el que toda virgen le gustaría habitar. El suceso fue tal que la gente del centro empezó a frecuentar las banquinas de la ruta 33, que son amplias y verdes, en los domingos soleados de otoño y primavera. Se empezaron a ver familias que cocinaban sus asados debajo de los árboles a la vera de la 33, a una distancia prudencial como para no exponerse al peligro de los automóviles que viajaban a alta velocidad, pero con la posibilidad de verlos pasar. Esto era lo notable: cuando colocaban las sillas en el cesped, no lo hacían mirando al campo sino mirando a la ruta. Claramente, se trataba de un espectáculo. “Ahí pasa un renault amarillo, qué lindo. ahi viene un peugeot azul, como el que se compró carlitos el marido de la modista que trabaja en la fábrica de puertas”. Un show.
Esto no afectaría otra percepción que un niño puede tener pero no podría ser comparada con la de un adulto, y me referiré, por ejemplo, a la peligrosidad que comportaba esta topografía. Se trata de un cruce de rutas muy transitadas, en el que hubo, en aquella época y casi como un estallido, muchos accidentes mortales. Claro, si la cantidad de automóviles crece, la probabilidad de que estos se encuentren en el cruce crece también. Por eso, y antes de hacer la gigantesca rotonda que hay hoy, cuyas obras comenzaron cuando ya vivíamos bastantes metros más adentro de la ciudad y yo contaba unos 6 años, le metieron una virgencita al cruce, un monumento que bendecía el viaje y velaba por los viajeros. Probablemente haya descendido por un tiempo la cantidad de accidentes de tránsito, como un efecto de la consciencia de que alguien estaba observando. Para los creyentes, digamos, fue un motivo para bajar la velocidad. La virgencita hizo esos milagros y otros más, como por ejemplo lograr que vaya gente a visitarla, a dejarle flores y a rezar. De repente el cruce se transformó en uno de los parajes más codiciados, un lugar de encuentro en el que no había que pagar, y del que no te podían echar, porque… qué podría tener de malo ir a visitar a la virgencita. Empezó a ponerse concurrida la zona, del otro lado de la ruta remodelaron la abandonada estación de servicio en la que paraban los camioneros, y pusieron otra estación enfrente, y atrás de la otra un prostíbulo. El efecto habitacional que trajo el posicionamiento de la virgen y la exposición del peligro del cruce fueron haciendo crecer la zona que se convirtió en un barrio más de la ciudad, alejado del centro, pero habitado y con centro comercial. Un barrio humilde, pero honesto, de gente trabajadora, un barrio como el que toda virgen le gustaría habitar. El suceso fue tal que la gente del centro empezó a frecuentar las banquinas de la ruta 33, que son amplias y verdes, en los domingos soleados de otoño y primavera. Se empezaron a ver familias que cocinaban sus asados debajo de los árboles a la vera de la 33, a una distancia prudencial como para no exponerse al peligro de los automóviles que viajaban a alta velocidad, pero con la posibilidad de verlos pasar. Esto era lo notable: cuando colocaban las sillas en el cesped, no lo hacían mirando al campo sino mirando a la ruta. Claramente, se trataba de un espectáculo. “Ahí pasa un renault amarillo, qué lindo. ahi viene un peugeot azul, como el que se compró carlitos el marido de la modista que trabaja en la fábrica de puertas”. Un show.
Siempre
me pregunté por esa gente, al costado de la ruta. Y nunca me detuve a
preguntarles cómo están, qué miran, qué ven. Quizás están mirando
solamente el atardecer de un nuevo día que es lo mismo que mirar el
amanecer de la noche. Otra deuda que uno tiene con el mundo.
martes, 12 de mayo de 2015
el viaje
Es la ruta que va uniendo, disimuladamente, ciudades habitadas por fantasmas. La ruta es transitada, esta es la referencia económica de su significado: el asfalto facilita ese tránsito. No hay escollos que interrumpan el modesto fluir: desde Bahia Blanca, son curvas amables, dóciles, como de un caballo viejo y manso que quiere seguir trotando y acompañando a su dueño. En la fila del horizonte se ven las sierras de la ventana, y solamente el mito de la llanura se interrumpe, digamos a 100 km del inicio del recorrido, con algunas lomadas que anuncian otra geografía en otro recorrido, en otro punto cardinal. Una rotonda hace culminar la deducción: superamos la sierra desde la llanura, sabemos que en esa dirección está el mar y las vacaciones.
Pero no todo fue siempre vacaciones en esas playas. Pero tampoco podemos pensar que siempre haya estado la ruta. Está siempre, hacia el oeste, y hacia el norte y hacia el este, mientras vamos dejando el sur a nuestras espaldas, el horizonte, el llano. Algunas lagunas con flamencos rosados que comienzan a pensar en la migración, el esplendor de otras épocas en los poblados, la pampa seca, habitada también en una época por una extraña oleada inmigratoria de Europa.
La memoria del sendero se inscribe en muchas lenguas, incluso de raíces diferentes: la masa italo española no logró opacar la presencia prístina del anglosajón e incluso del celta, son las lenguas que trajeron el asfalto y la agricultura de exportación. Sin embargo persiste en la señalética la huella del habitante original de esos lugares.
La ruta 33 divide el terreno del indio y el territorio del huinca.
Insistimos: la ruta es transitada. Son camiones que van poblando y despoblando, trasladando la semilla de la planta, trasplantando lo que estuvo plantado. Pero al mismo tiempo, es recorrida. Los kilómetros se van haciendo en el tránsito, de manera obligada, de manera fatigada, y siempre con una activa y alegre participación de la vista. Quienes duermen en el viaje, no tienen la posibilidad de observar lo profundo, ni en esta ni en ninguna otra ruta del mundo. Para quien quiere observar, pareciera que dormir estuviera prohibido. Si el vehículo transita, la mirada entonces recorre: la mirada es contenedora, se sitúa en el vehículo, está posicionada desde él. Está en movimiento, y a la altura que el habitáculo da. Si es un automóvil, entonces la altura es variable y no tan amigable. De tratarse de un camión, la visión es mucho más profunda y aprovechable. Sobre todo en las primeras horas de la tarde, en las que el sol empieza a recostarse sobre el oeste, y al ser la ruta en su inicio de un recorrido marcadamente sur-norte, se estrella la luz y refulge sobre todas las cosas que están orientalizadas.
La mirada disfruta la luz y la contraluz, es posible que sea incandilada. Esa misma luz que explota a la vez que guía el recorrido, es la que por la noche se quiebra en la aparición espectral. Esta es una ruta poblada: hay camiones y fantasmas.
El lugar ideal de lo fantasmático no es la casa, sino la ruta. Las historias de apariciones son mucho más jugosas e incluso numerosas en los lugares de paso que en los lugares de estancia. La necesidad de saber más de esa aparición está en el origen de las historias populares de todas las sociedades del planeta. Aparece el fantasma, empieza la historia.
El fantasma está en el lugar, pero sobre todo está en la visión: no todos logran ver. Por ejemplo, entre las cosas que no ve el que duerme, está el horror de la aparición.
También hay algo que mira y es mirado: imposible escapar en enero a la visión de la sesión de hipnosis del campo de girasol: las cabezas apuntando como un ejército de aceite, todos hacia un mismo lado, quintales y quintales, extensas extensiones de miles de hectareas de plantas de girasol, todas mirando hacia un mismo poniente. Dan ganas de detenerse a extrangular uno a uno esos seres del color del sol. La antropomorfia del girasol nos presenta el dilema: ¿es acaso arrancar un girasol algo que se traduciría en instinto asesino?
La ruta es transitada, y es recorrida. Pero sobre todo es atravesada.
Pero qué lo que lo atraviesa? acaso no es la misma ruta la que atraviesa?
Se puede decir que atraviesa y es atravesada, es motor y es movimiento. La consecusión de su camino, el asfalto, se plantea en la contradicción.
Atraviesa una pampa (dos pampas), como otras rutas atraviesan cadenas montañosas, o bosques, o infiernos y purgatorios. No hay paraísos ni en el principio ni en el medio ni en el final de la 33. La ruta atraviesa la riqueza productora de un país, lo que moviliza gran parte de su economía. Y al mismo tiempo es atravesada por lo que la recorre: la luz, el hombre.
Estamos locos de llanura: no poder comprender la propia geografía es no querer asumir el propio relieve. No tiene mal la llanura, al contrario: el llano habla mucho del viento. El viento no solo sabe hablar del mar y de las velas, de los viajes de los piratas y los conquistadores. El viento hace la música cuando silba sobre lo sólido: la caña, el cañaveral, la cañada.
Son pequeños arroyuelos que atraviesan el llano, llevan agua semiestancada. Acumulan agua, y reformulan la arcillocidad de la tierra. Porque esta tierra, fértil de por sí, permeable y de grandes posibilidades de cultivo, está tan organizada, tan lógicamente pensada, que describe en algún modo el modo en que sería el pensamiento de Dios, si fuera que se hubiese puesto un dios a pensar en estas cosas.
Pero no todo fue siempre vacaciones en esas playas. Pero tampoco podemos pensar que siempre haya estado la ruta. Está siempre, hacia el oeste, y hacia el norte y hacia el este, mientras vamos dejando el sur a nuestras espaldas, el horizonte, el llano. Algunas lagunas con flamencos rosados que comienzan a pensar en la migración, el esplendor de otras épocas en los poblados, la pampa seca, habitada también en una época por una extraña oleada inmigratoria de Europa.
La memoria del sendero se inscribe en muchas lenguas, incluso de raíces diferentes: la masa italo española no logró opacar la presencia prístina del anglosajón e incluso del celta, son las lenguas que trajeron el asfalto y la agricultura de exportación. Sin embargo persiste en la señalética la huella del habitante original de esos lugares.
La ruta 33 divide el terreno del indio y el territorio del huinca.
Insistimos: la ruta es transitada. Son camiones que van poblando y despoblando, trasladando la semilla de la planta, trasplantando lo que estuvo plantado. Pero al mismo tiempo, es recorrida. Los kilómetros se van haciendo en el tránsito, de manera obligada, de manera fatigada, y siempre con una activa y alegre participación de la vista. Quienes duermen en el viaje, no tienen la posibilidad de observar lo profundo, ni en esta ni en ninguna otra ruta del mundo. Para quien quiere observar, pareciera que dormir estuviera prohibido. Si el vehículo transita, la mirada entonces recorre: la mirada es contenedora, se sitúa en el vehículo, está posicionada desde él. Está en movimiento, y a la altura que el habitáculo da. Si es un automóvil, entonces la altura es variable y no tan amigable. De tratarse de un camión, la visión es mucho más profunda y aprovechable. Sobre todo en las primeras horas de la tarde, en las que el sol empieza a recostarse sobre el oeste, y al ser la ruta en su inicio de un recorrido marcadamente sur-norte, se estrella la luz y refulge sobre todas las cosas que están orientalizadas.
La mirada disfruta la luz y la contraluz, es posible que sea incandilada. Esa misma luz que explota a la vez que guía el recorrido, es la que por la noche se quiebra en la aparición espectral. Esta es una ruta poblada: hay camiones y fantasmas.
El lugar ideal de lo fantasmático no es la casa, sino la ruta. Las historias de apariciones son mucho más jugosas e incluso numerosas en los lugares de paso que en los lugares de estancia. La necesidad de saber más de esa aparición está en el origen de las historias populares de todas las sociedades del planeta. Aparece el fantasma, empieza la historia.
El fantasma está en el lugar, pero sobre todo está en la visión: no todos logran ver. Por ejemplo, entre las cosas que no ve el que duerme, está el horror de la aparición.
También hay algo que mira y es mirado: imposible escapar en enero a la visión de la sesión de hipnosis del campo de girasol: las cabezas apuntando como un ejército de aceite, todos hacia un mismo lado, quintales y quintales, extensas extensiones de miles de hectareas de plantas de girasol, todas mirando hacia un mismo poniente. Dan ganas de detenerse a extrangular uno a uno esos seres del color del sol. La antropomorfia del girasol nos presenta el dilema: ¿es acaso arrancar un girasol algo que se traduciría en instinto asesino?
La ruta es transitada, y es recorrida. Pero sobre todo es atravesada.
Pero qué lo que lo atraviesa? acaso no es la misma ruta la que atraviesa?
Se puede decir que atraviesa y es atravesada, es motor y es movimiento. La consecusión de su camino, el asfalto, se plantea en la contradicción.
Atraviesa una pampa (dos pampas), como otras rutas atraviesan cadenas montañosas, o bosques, o infiernos y purgatorios. No hay paraísos ni en el principio ni en el medio ni en el final de la 33. La ruta atraviesa la riqueza productora de un país, lo que moviliza gran parte de su economía. Y al mismo tiempo es atravesada por lo que la recorre: la luz, el hombre.
Estamos locos de llanura: no poder comprender la propia geografía es no querer asumir el propio relieve. No tiene mal la llanura, al contrario: el llano habla mucho del viento. El viento no solo sabe hablar del mar y de las velas, de los viajes de los piratas y los conquistadores. El viento hace la música cuando silba sobre lo sólido: la caña, el cañaveral, la cañada.
Son pequeños arroyuelos que atraviesan el llano, llevan agua semiestancada. Acumulan agua, y reformulan la arcillocidad de la tierra. Porque esta tierra, fértil de por sí, permeable y de grandes posibilidades de cultivo, está tan organizada, tan lógicamente pensada, que describe en algún modo el modo en que sería el pensamiento de Dios, si fuera que se hubiese puesto un dios a pensar en estas cosas.
jueves, 2 de octubre de 2014
lunes, 15 de septiembre de 2014
viernes, 12 de septiembre de 2014
relato de fin del invierno, con fotos de su inicio
Hay un paisaje de la pampa que desaparece con la el final de
la estación invernal. Lo tenemos tan naturalizado que ya ni nos tomamos el
trabajo de sorprendernos. Sin embargo, sería un éxito si lo presentara en un
espectáculo un mago: primero mostraría un vasto terreno vacío y aparentemente
yermo, y luego, haciendo alarde de su posibilidad de cambiar la iluminación,
eso que parece muerto revive, lo que era marrón se hace verde, lo que estaba
seco se humedece, lo que en nuestra mente parecía triste, por esa misma cultura
ahora resulta alegre.
No hay tiempo para contemplaciones, sin embargo es cuestión
de un segundo ponerse en la piel de un extranjero. Esa tierra que dominamos con
la mirada comienza su transformación.
Quedan los registros de lo que fue hace unos
días, que es el registro de que el paso del tiempo no se detiene. El plátano parece ser un árbol traído de otro país que se ha adaptado muy bien a la configuración de las ciudades pampeanas. Durante el invierno se despojan de su follaje y en esta época ya están repletos de verde otra vez, preparan para cuidar con su generosa sombra a los paseantes en los parques, a los viajantes en las rutas, un oasis para un descanso en la tarde calurosa.
Fuera de esto, algo hay que decir de su nombre y de su relación con el dinero.
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