lunes, 15 de junio de 2015

Yo quiero ver un tren

Por Ricardo Guiamet
publicado en diario La Capital Domingo, 14 de junio de 2015 


“Siento que perdí mi alma en México, dijo la hija; como si la hubiese vendido al diablo”
Ahora, dos horas más tarde, el padre se enfrentaba al arduo esfuerzo de recobrar junto a la hija la emoción perdida durante la residencia universitaria. En ese afán la había conducido por barrios del Gran Rosario, en aguardo de que una visión cosmopolita de la ciudad donde ambos habían nacido reparara el alma de la joven.
Había conducido el auto por el oeste, barrio Urquiza, barrio Tango, los difusos límites entre barrio Azcuénaga y barrio Belgrano. Luego tomaron Rivarola, se sumergieron en el túnel bajo la Circunvalación y tras el cruce emergieron en la remodelación que había transformado la callecita en una avenida con cuatro carriles y cantero al medio. La placita de Rivarola y Fader, de la que ninguno de los dos sabía que se llamaba Rodolfo Rivarola, lucía diferente: sus casas centenarias se asomaban a la nueva vorágine del tránsito: tanto padre como hija pensaron el previsible comentario: ese lugar sería el culo del mundo en la época de la construcción de esas viviendas, un paraje casi rural. Ninguno de los dos lo dijo.
Luego, al doblar por el camino límite, el padre le explicó: “Ves, esta vereda es Rosario, la de enfrente Pérez”. Dobló por El Jilguero, la hilera de comercios les indicó claramente que Cabín 9 empujaba con su población y estrechaba las calles, justificaba por sí mismo la nueva avenida.
Frenaron en la feria de Cabín 9, aunque no bajaron del auto. Ambos habían escuchado hablar de esa feria, pero un temor irracional acentuado por la vejez hacía que el hombre no deseara perderse por los pasillos que, entre carpas y puestos al lado de la vía del ferrocarril, él considerara un paseo inseguro. Sin embargo, hipnótica, la sensación de vitalidad, entusiasmo y dinamismo de los paseantes y feriantes comenzó a despertar el alma adormecida.
Siguieron hacia Pérez por el camino que bordea el ferrocarril. En la radio una voz comenzaba a clamar, demandar, implorar por ver un tren. El padre, ignorando que la voz de Spinetta no puede ser coreada por mortales, cantó sobre la canción, rogó a su vez por la visión de un tren.
En ese instante una imagen al sur los enlazó y produjo la detención del coche: una vieja locomotora arrastraba dos antiguos vagones de pasajeros. Los empleados de la pequeña formación vestían camisas obreras con cruces naranjas que los hacían fácilmente identificables. Eran los únicos que viajaban en los estribos de los vagones; en ese momento, mientras por enésima vez la voz de un soberbio inmortal rogaba porque lo llevaran a ver un tren, ellos dos, padre e hija, obtenían el milagro.
El silbato del tren sonó orgulloso varias veces en la breve arremetida final. El padre (el auto estacionado o acompañando en procesión lenta a la formación) soltó algunas lágrimas emocionado por la memoria de esos sonidos que anoticiaban, en su infancia rural, la llegada de la patria tres tardes por semana al pequeño pueblo. Su hija filmaba con el celular. “Pa —dijo—, recuperé la magia”, y abrazó fuerte a su padre, no como a un anciano agonizante o como si ella misma fuera aún una niña sino como una amiga, como la mujer joven que macheteaba los inicios de la adultez desmontándola de las malezas que siempre dificultan el paso por la vida.
Luego hicieron la cola, confundidos entre tantos orgullosos peresinos, para subir a una siguiente vuelta del tren. Uno de los ferroviarios les informó que la formación era restaurada por ellos en los talleres de Pérez, una épica que algún abombado podría haber definido de clasista. Les agregó que el coche en el que realizaron el mínimo viaje era de 1912, y que la locomotora La Emperatriz era la misma con la que el maquinista Savio había establecido el récord sudamericano de velocidad casi un siglo atrás. Toda esa información, más el paseo, acentuó la idea en ellos de un tiempo de calidad padre-hija recuperado, así como del alma vendida por la mujer joven.
Pero el hombre no se conformó y forzó más ese tiempo que parecía pródigo. Siguió conduciendo por la mítica 33 y llevó a su hija al parque Villarino. Ella no tenía recuerdos del lugar donde está Ciencias Agrarias de la UNR. Los recuerdos que tenía el padre de ese paseo boscoso que encantó a la mujer joven eran picnics de primavera en la primaria, a sus seis o siete años de edad. En uno de ellos se había perdido en el bosque por más de una hora. No tenía recuerdos de ese tiempo extraviado; solo que había regresado de lo umbrío de ese bosque que se le antojaba enorme más asustado, lastimado, no como si hubiese vendido su alma sino como si le hubiese sido despojada.
Pero nada de eso recordaba en ese momento. Salieron del parque, condujo por la AO12 hacia Ovidio Lagos, ya comenzaba a oscurecer. Se detuvieron unos minutos en el puente sobre el Saladillo. Un par de cuarentones pescaban. Ellos bajaron por la otra ribera, se arrimaron al curso de agua del que Darwin había dicho: “Antes de llegar a Rosario atravesamos el Saladillo, río de agua pura y transparente pero en exceso salada para que pueda ser bebida”. Estaba crecido.
Era el 15 de mayo de 2015. Ninguno de los dos podía recordarlo, pero veinte años antes, un día después de la reelección de un presidente, con cierto sinsabor de derrota en el padre por haber votado a Bordón; junto al mismo arroyo, pero a la altura de las cascaditas de Villa Mugueta, habían visto, asombrados, sin duda espantados, a una criatura no más grande que la ahora mujer, quien entonces tenía cinco años, flotar ya inane en el caudal de un Saladillo extremadamente desbordado. Se apuró en alejar a su hija de esa visión e ir a la pequeña población de extensa y tradicional comunidad croata, anoticiar del pequeño ahogado en procura de una ayuda tan imposible como tardía. En aquel momento, dos décadas atrás, el hombre irracionalmente creyó que esa visión auguraba un futuro negro para un país empecinado.
Ya de noche, al regresar a Rosario por una Ovidio Lagos remodelada, ambos sintieron que nada podía detener ese otro caudal, la ciudad, que con crecientes y sequías, con anegamientos que la aceleran y meandros que la lentifican, se empeña en extenderse, transformarse y mutarse, un colgajo de calles y construcciones entre dos precipicios tan soberbios como infinitos, la pampa y el cielo, aferrada con sus garras al río eterno que la nutre y custodia.
La hija, recuperada su alma, besó al padre al despedirse. Rosario permanecía allí, como si cada vida individual la salpicara pero no alcanzara a alterarla. Y sin embargo eso no era del todo verdad.

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