Por Ricardo Guiamet
publicado en diario La Capital Domingo, 14 de junio de 2015
“Siento que perdí mi alma en México, dijo la hija; como si la hubiese vendido al diablo”
Ahora, dos horas más tarde, el padre se enfrentaba al arduo esfuerzo de
recobrar junto a la hija la emoción perdida durante la residencia
universitaria. En ese afán la había conducido por barrios del Gran
Rosario, en aguardo de que una visión cosmopolita de la ciudad donde
ambos habían nacido reparara el alma de la joven.
Había conducido el auto por el oeste, barrio Urquiza, barrio Tango, los
difusos límites entre barrio Azcuénaga y barrio Belgrano. Luego tomaron
Rivarola, se sumergieron en el túnel bajo la Circunvalación y tras el
cruce emergieron en la remodelación que había transformado la callecita
en una avenida con cuatro carriles y cantero al medio. La placita de
Rivarola y Fader, de la que ninguno de los dos sabía que se llamaba
Rodolfo Rivarola, lucía diferente: sus casas centenarias se asomaban a
la nueva vorágine del tránsito: tanto padre como hija pensaron el
previsible comentario: ese lugar sería el culo del mundo en la época de
la construcción de esas viviendas, un paraje casi rural. Ninguno de los
dos lo dijo.
Luego, al doblar por el camino límite, el padre le explicó: “Ves, esta
vereda es Rosario, la de enfrente Pérez”. Dobló por El Jilguero, la
hilera de comercios les indicó claramente que Cabín 9 empujaba con su
población y estrechaba las calles, justificaba por sí mismo la nueva
avenida.
Frenaron en la feria de Cabín 9, aunque no bajaron del auto. Ambos
habían escuchado hablar de esa feria, pero un temor irracional acentuado
por la vejez hacía que el hombre no deseara perderse por los pasillos
que, entre carpas y puestos al lado de la vía del ferrocarril, él
considerara un paseo inseguro. Sin embargo, hipnótica, la sensación de
vitalidad, entusiasmo y dinamismo de los paseantes y feriantes comenzó a
despertar el alma adormecida.
Siguieron hacia Pérez por el camino que bordea el ferrocarril. En la
radio una voz comenzaba a clamar, demandar, implorar por ver un tren. El
padre, ignorando que la voz de Spinetta no puede ser coreada por
mortales, cantó sobre la canción, rogó a su vez por la visión de un
tren.
En ese instante una imagen al sur los enlazó y produjo la detención del
coche: una vieja locomotora arrastraba dos antiguos vagones de
pasajeros. Los empleados de la pequeña formación vestían camisas obreras
con cruces naranjas que los hacían fácilmente identificables. Eran los
únicos que viajaban en los estribos de los vagones; en ese momento,
mientras por enésima vez la voz de un soberbio inmortal rogaba porque lo
llevaran a ver un tren, ellos dos, padre e hija, obtenían el milagro.
El silbato del tren sonó orgulloso varias veces en la breve arremetida
final. El padre (el auto estacionado o acompañando en procesión lenta a
la formación) soltó algunas lágrimas emocionado por la memoria de esos
sonidos que anoticiaban, en su infancia rural, la llegada de la patria
tres tardes por semana al pequeño pueblo. Su hija filmaba con el
celular. “Pa —dijo—, recuperé la magia”, y abrazó fuerte a su padre, no
como a un anciano agonizante o como si ella misma fuera aún una niña
sino como una amiga, como la mujer joven que macheteaba los inicios de
la adultez desmontándola de las malezas que siempre dificultan el paso
por la vida.
Luego hicieron la cola, confundidos entre tantos orgullosos peresinos,
para subir a una siguiente vuelta del tren. Uno de los ferroviarios les
informó que la formación era restaurada por ellos en los talleres de
Pérez, una épica que algún abombado podría haber definido de clasista.
Les agregó que el coche en el que realizaron el mínimo viaje era de
1912, y que la locomotora La Emperatriz era la misma con la que el
maquinista Savio había establecido el récord sudamericano de velocidad
casi un siglo atrás. Toda esa información, más el paseo, acentuó la idea
en ellos de un tiempo de calidad padre-hija recuperado, así como del
alma vendida por la mujer joven.
Pero el hombre no se conformó y forzó más ese tiempo que parecía
pródigo. Siguió conduciendo por la mítica 33 y llevó a su hija al parque
Villarino. Ella no tenía recuerdos del lugar donde está Ciencias
Agrarias de la UNR. Los recuerdos que tenía el padre de ese paseo
boscoso que encantó a la mujer joven eran picnics de primavera en la
primaria, a sus seis o siete años de edad. En uno de ellos se había
perdido en el bosque por más de una hora. No tenía recuerdos de ese
tiempo extraviado; solo que había regresado de lo umbrío de ese bosque
que se le antojaba enorme más asustado, lastimado, no como si hubiese
vendido su alma sino como si le hubiese sido despojada.
Pero nada de eso recordaba en ese momento. Salieron del parque, condujo
por la AO12 hacia Ovidio Lagos, ya comenzaba a oscurecer. Se detuvieron
unos minutos en el puente sobre el Saladillo. Un par de cuarentones
pescaban. Ellos bajaron por la otra ribera, se arrimaron al curso de
agua del que Darwin había dicho: “Antes de llegar a Rosario atravesamos
el Saladillo, río de agua pura y transparente pero en exceso salada para
que pueda ser bebida”. Estaba crecido.
Era el 15 de mayo de 2015. Ninguno de los dos podía recordarlo, pero
veinte años antes, un día después de la reelección de un presidente, con
cierto sinsabor de derrota en el padre por haber votado a Bordón; junto
al mismo arroyo, pero a la altura de las cascaditas de Villa Mugueta,
habían visto, asombrados, sin duda espantados, a una criatura no más
grande que la ahora mujer, quien entonces tenía cinco años, flotar ya
inane en el caudal de un Saladillo extremadamente desbordado. Se apuró
en alejar a su hija de esa visión e ir a la pequeña población de extensa
y tradicional comunidad croata, anoticiar del pequeño ahogado en
procura de una ayuda tan imposible como tardía. En aquel momento, dos
décadas atrás, el hombre irracionalmente creyó que esa visión auguraba
un futuro negro para un país empecinado.
Ya de noche, al regresar a Rosario por una Ovidio Lagos remodelada,
ambos sintieron que nada podía detener ese otro caudal, la ciudad, que
con crecientes y sequías, con anegamientos que la aceleran y meandros
que la lentifican, se empeña en extenderse, transformarse y mutarse, un
colgajo de calles y construcciones entre dos precipicios tan soberbios
como infinitos, la pampa y el cielo, aferrada con sus garras al río
eterno que la nutre y custodia.
La hija, recuperada su alma, besó al padre al despedirse. Rosario
permanecía allí, como si cada vida individual la salpicara pero no
alcanzara a alterarla. Y sin embargo eso no era del todo verdad.