Esperamos demasiado del amor, y la culpa la tienen las
películas. Mientras tanto viajamos eternamente en el Monticas por esa ruralidad mal
entendida que es la Pampa húmeda.
Mientras viajamos comenzamos a idealizar nuestro destino.
Las historias de amor del cine, tan intangibles, tan redondas, tan superadoras,
hacen ver las nuestras como borradores, como garabatos circulares que escribió
el hermano bobo del director, el que
labura de chef y sueña con coger sin pagar alguna vez en la vida.
Como Rosario es la Chicago criolla, esta zona pasa a ser
arbitrariamente, y porque yo lo digo, la Nashville. Allí
encontraremos una de las pocas fábricas de guitarras industriales del país y nativos
que les indicarán con inédita y hasta exagerada simpatía a los camioneros donde
hacen el mejor vaciopan del condado. Lugares sórdidos donde podremos adquirir
infusiones y alimentos de gran calidad por un par de monedas.
Necesitamos un cuento para ser felices, o para ser más
felices en caso de haber obtenido la felicidad en la precuela del film. Cosa
que dudo.
Presiento que Dios debe estar aburrido y por eso inventa estas
cosas; la felicidad, el amor. Dios creó a Hollywood a su imagen y semejanza. O
fue al revés.
Soy capaz de hacer tantas cosas por amor como soy capaz de
hacerlas por comida.
Mientras tanto nos sacamos fotos y no conseguimos salir bien
en ninguna; Siempre con los ojos cerrados. Vos siempre haciendo muecas raras.
Ya es de noche, y la ruta 33 sugiere una película de terror
malísima. Cuando es de día la insignificancia cotidiana brilla
desesperadamente. El amor, que no es otra cosa que la colectora de lo que
pensamos que es, es, básicamente, esa cotidianeidad.
Los que tienen la posta ya se fueron, quedamos nosotros, los
que no aprendimos a esquivar las balas, los que conocemos la ruta pero no
sabemos manejar.
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